Interessant la mirada que presentava fa més de 30 anys aquest gran escriptor sobre la por a volar. Ara hi ha gent que veient el documental sobre Ryanair enregistrat amb cí mera oculta, pot tornar a sentir algun tipus d’inseguretat…
GABRIEL GARCIA MARQUEZ
EL PAíS – Opinión – 26-10-1980El único miedo que los latinos confesamos sin vergí¼enza, y hasta con un cierto orgullo machista, es el miedo al avión. Tal vez porque es un miedo distinto, que no existe desde nuestros orígenes, como el miedo a la oscuridad o el miedo mismo de que se nos note el miedo. Al contrario: el miedo al avión es el mí¡s reciente de todos, pues sólo existe desde que se inventó la ciencia de volar, hace apenas 77 aí±os. Yo lo padezco como nadie, a mucha honra, y ademí¡s con una gratitud inmensa, porque gracias a él he podido darle la vuelta al mundo en 82 horas, a bordo de toda clase de aviones, y por lo menos diez veces.No; al contrario de otros miedos que son atí¡vicos o congénitos, el del avión se aprende. Yo recuerdo con nostalgia los vuelos líricos del bachillerato, en aquellos aviones de dos motores que viajaban por entre los pí¡jaros, espantando vacas, asustando con el viento de sus hélices a las florecitas amarillas de los potreros, y que a veces se perdían para siempre entre las nubes, se hacían tortillas, y había que salir a media noche a buscar sus cenizas del modo mí¡s natural: a lomo de mula.
Una vez, siendo reportero de un diario de Bogotí¡, en una época irreal en que todo el mundo tenía veinte aí±os, me mandaron con el fotógrafo Guillermo Sí¡nchez a perseguir una mala noticia en uno de aquellos Catalinas anfibios que habían sobrado de la guerra. Volí¡bamos sobre la plena selva de Urabí¡ sentados en bultos de escobas, porque asientos no había en aquel sepulcro volante, ni una azafata de consolación a quien pedirle el número de su teléfono en el paraíso, y de pronto el avión se metió a tientas por donde no era y se extravió en un aguacero bíblico. No sólo llovía afuera, sino también adentro. Agarrí¡ndose a duras penas, el copiloto nos llevó un periódico para que nos tapí¡ramos la cabeza, y vimos, con asombro, que apenas si podía hablar y le temblaban las manos.
Ese día aprendí algo muy alentador: también los pilotos tienen miedo, sólo que a ellos, como a los toreros, no se les nota tanto en el temblor de las manos como en las supersticiones. Un amigo espaí±ol -tan temeroso del avión que nunca viajaba sentado- lo descubrió una mala noche de invierno en que lo invitaron a presenciar el decolaje en la cabina de mando. Era en Nueva York, durante una tormenta de nieve, y la tripulación permaneció muy serena en la cabeza de la pista, hasta que le dieron la orden de decolar. Entonces, como si fuera un requisito técnico insalvable, todos se persignaron al unísono. Mi amigo, comprendiendo que en el fondo de su alma también los pilotos tenían miedo, le perdió para siempre el miedo al avión.
Yo tuve una prueba todavía mí¡s sutil volando por entre las estrellas sobre el océano Atlí¡ntico. Hablando de todo, le pregunté al comandante por otro piloto amigo que había sido mi compaí±ero de escuela. Yo ignoraba, por supuesto, que se había estrellado en el aeropuerto de Tenerife cuando trataba de aterrizar en medio de la borrasca. El comandante me lo dijo de otro modo, pero mí¡s revelador:
-Se retiró de la compaí±ía hace tres aí±os, en las islas Canarias.
Sin embargo, el buen miedo al avión no tiene nada que ver con las catí¡strofes aéreas. Picasso lo dijo muy bien: «No le tengo miedo a la muerte, sino al avión». Mí¡s aún: hubo muchos temerosos que perdieron el miedo al avión después de sobrevivir a un desastre. Yo lo contraje como una infección incurable volando a media noche de Miami a Nueva York, en uno de los primeros aviones a reacción. El tiempo era perfecto y el avión parecía inmóvil en el cielo, llevando a su lado esa estrella solitaria que acompaí±a siempre a los aviones buenos, y yo la contemplaba por la ventanilla con la misma ternura con que Saint-Exupery veía las fogatas del desierto desde su avión de aluminio. De pronto, en la lucidez de la vigilia, tuve conciencia de la imposibilidad física de que un avión se sostuviera en el aire, y me juré que nunca volvería a volar.
Lo cumplí durante diez aí±os, hasta que la vida me enseí±ó que el verdadero temeroso del avión no es el que se niega a volar, sino el que aprende a volar con miedo. Es una especie de fascinación. De todos los temerosos insignes que conozco, el único que de verdad no vuela es el arquitecto brasileí±o Oscar Niemayer. En cambio, su compatriota George Amado, que es un timorato aéreo de los mí¡s grandes, ha tenido la audacia poética de volar en Concord desde París hasta Nueva York, para allí tomar un barco que lo llevara a Río de Janeiro. El escritor venezolano Miguel Otero Silva y el director de cine brasileí±o Ruy Guerra, por distintos caminos, han llegado a la conclusión de que la única manera de combatir el miedo al avión es volando con miedo, y lo combaten casi todos los meses. Carlos Fuentes, que no voló durante quince aí±os y hacía unos viajes épicos de ocho días, cambiando de trenes, desde México hasta Nueva York, no sólo ha vuelto a volar, sino que la semana pasada fue a dictar una conferencia en la Universidad de Indiana, en una avioneta de un solo motor. Sin embargo, entre los grandes especialistas del miedo al avión no hay ninguno mejor que don Luis Buí±uel, que a los ochenta aí±os sigue volando impí¡vido, pero muerto de miedo. Para él, el verdadero terror empieza cuando todo anda perfecto en el vuelo y, de pronto, aparece el comandante en mangas de camisa y recorre el avión a pasos lentos, saludando a cada uno de los pasajeros con una sonrisa radiante.
Mi madre no ha volado mí¡s de dos veces en su larga vida. Nunca ha sentido miedo, pero conoce muy bien el de sus hijos -que son doce-, de modo que mantiene siempre una vela encendida en el altar doméstico para proteger a cualquiera de nosotros que se encuentre en el aire. Su fe es tan cierta, que a uno de sus hijos -que es ingeniero de caminos- se le cayó hace poco un buldozer en una cuneta. Mi madre oyó decir que el rescate podía costar mí¡s de 100.000 pesos, y le dijo a mi hermano que no gastara ni un céntimo, pues ella iba a encender una vela para sacar el buldozer. Mi hermano la reprendió: «Sólo a ti se te ocurre que una vela puede sacar un buldozer de una cuneta». Mi madre, impasible, le replicó:
-¡Cómo no va a sacarlo, si sostiene un avión en el aire!